Hoy es una parte, mañana pondré la segunda y última.
Queridos hermanos y hermanas:
Después de las fiestas, volvemos a nuestras catequesis. Había meditado con vosotros en las figuras de los doce apóstoles y de san Pablo. Después habíamos comenzado a reflexionar en otras figuras de la Iglesia naciente. De este modo, hoy queremos detenernos en la persona de san Esteban, festejado por la Iglesia el día después de Navidad. San Esteban es el más representativo de un grupo de siete compañeros. La tradición ve en este grupo el germen del futuro ministerio de los «diáconos», si bien hay que destacar que esta denominación no está presente en el libro de los «Hechos de los Apóstoles». La importancia de Esteban, en todo caso, queda clara por el hecho de que Lucas, en este importante libro, le dedica dos capítulos enteros.
La narración de Lucas comienza constatando una subdivisión que tenía lugar dentro de la Iglesia primitiva de Jerusalén: estaba formada totalmente por cristianos de origen judío, pero entre éstos algunos eran originarios de la tierra de Israel, y eran llamados «hebreos», mientras que otros procedían de la de fe judía en el Antiguo Testamento de la diáspora de lengua griega, y eran llamados «helenistas». De este modo, comenzaba a perfilarse el problema: los más necesitados entre los helenistas, especialmente las viudas desprovistas de todo apoyo social, corrían el riesgo de ser descuidas en la asistencia de su sustento cotidiano. Para superar estas dificultades, los apóstoles, reservándose para sí mismos la oración y el ministerio de la Palabra como su tarea central, decidieron encargar a «a siete hombres, de buena fama, llenos de Espíritu y de sabiduría» para que cumplieran con el encargo de la asistencia (Hechos 6, 2-4), es decir, del servicio social caritativo. Con este objetivo, como escribe Lucas, por invitación de los apóstoles, los discípulos eligieron siete hombres. Tenemos sus nombres. Son: «Esteban, hombre lleno de fe y de Espíritu Santo, Felipe, Prócoro, Nicanor, Timón, Pármenas y Nicolás, prosélito de Antioquia. Los presentaron a los apóstoles y, habiendo hecho oración, les impusieron las manos» (Hechos 6,5-6).
El gesto de la imposición de las manos puede tener varios significados. En el Antiguo Testamento, el gesto tiene sobre todo el significado de transmitir un encargo importante, como hizo Moisés con Josué (Cf. Números 27, 18-23), designando así a su sucesor. Siguiendo esta línea, también la Iglesia de Antioquía utilizará este gesto para enviar a Pablo y Bernabé en misión a los pueblos del mundo (Cf. Hechos 13, 3). A una análoga imposición de las manos sobre Timoteo para transmitir un encargo oficial hacen referencia las dos cartas que San Pablo le dirigió (Cf. 1 Timoteo 4, 14; 2 Timoteo 1, 6). El hecho de que se tratara de una acción importante, que había que realizar después de un discernimiento, se deduce de lo que se lee en la primera carta a Timoteo: «No te precipites en imponer a nadie las manos, no te hagas partícipe de los pecados ajenos» (5, 22). Por tanto, vemos que el gesto de la imposición de las manos se desarrolla en la línea de un signo sacramental. En el caso de Esteban y sus compañeros se trata ciertamente de la transmisión oficial, por parte de los apóstoles, de un encargo y al mismo tiempo de la imploración de una gracia para ejercerlo.
Lo más importante es que, además de los servicios caritativos, Esteban desempeña también una tarea de evangelización entre sus compatriotas, los así llamados «helenistas». Lucas, de hecho, insiste en el hecho de que él, «lleno de gracia y de poder» (Hechos 6, 8), presenta en el nombre de Jesús una nueva interpretación de Moisés y de la misma Ley de Dios, relee el Antiguo Testamento a la luz del anuncio de la muerte y de la resurrección de Jesús. Esta relectura del Antiguo Testamento, relectura cristológica, provoca las reacciones de los judíos que interpretan sus palabras como una blasfemia (Cf. Hechos 6, 11-14). Por este motivo, es condenado a la lapidación. Y san Lucas nos transmite el último discurso del santo, una síntesis de su predicación.